Retos éticos y morales de la sociedad

Septiembre 25

Puntos de partida
Para quienes hacemos parte del Centro de Fe y Culturas la sociedad entera atraviesa un período de extravío de su sentido. Esto se manifiesta en síntomas como: dificultades serias para acordar propósitos colectivos, preservar los bienes comunes y, por tanto, llegar a grandes consensos económicos y políticos; violencias múltiples; corrupción salida de control; y fractura y pugnacidad entre porciones de la sociedad. En nuestra opinión, todo es reflejo de una crisis espiritual que afecta la integridad personal y la manera como nos relacionamos con los demás en la familia, el trabajo y la sociedad, y con la naturaleza que nos rodea.

Los momentos de crisis requieren, como ningunos otros quizás, de espacios de encuentro y discernimiento personal y colectivo. Cuánto más divididos o fragmentados estemos con nosotros mismos y como sociedad, más urgente unificarnos en lo personal y crear puentes entre los diferentes. Este es uno de esos períodos en los que la sociedad requiere re-encontrarse y re-construir propósitos comunes, respetando la riqueza de nuestras diferencias.
Nuestra invitación es a emprender un proceso de conversación sobre esta crisis que es moral, ética y política. El texto que se expone a continuación es el resultado de una exploración colectiva en el Centro y no es más que un punto de partida sugerido para la conversación.

Para responder a la pregunta “¿qué es lo que buscamos como sociedad?” hemos de reconocer que hoy tenemos enormes distorsiones. El individualismo y el ánimo desmedido de riquezas materiales han hecho que valores como la justicia, la equidad, la solidaridad, la compasión o el trabajo cooperativo hayan perdido relevancia en diferentes esferas sociales.

El “para qué” vivimos, que es la pregunta por el sentido de la vida, involucra profundamente a cada persona, pero como sociedad tenemos que enseñar a los individuos a construir proyectos de vida buena para sí, para su familia, su comunidad, para el país y el planeta. Y a su vez, la sociedad debe hacer lo propio –respetando las diferencias–, y llegar a acuerdos sobre lo que eso significa. Aquí existen grandes problemas, pues en numerosas oportunidades, el beneficio personal se pone por encima de cualquier consideración, así tengamos que producir daños irreparables a los bienes públicos, a otras personas o al medio ambiente para conseguirlos, y la dificultad para aceptar al que piensa o siente distinto, nos hace incapaces de producir resultados colectivos.
 

Algunos acuerdos centrales en este campo deberían ser:
El reconocimiento de la igual dignidad de cada persona y en esa medida, de los derechos que le son inalienables; es decir, acordar que cada quien tiene derecho a la vida, a la integridad emocional y física, a la libertad, y a un mínimo vital de medios indispensables para existir como ser humano, de manera tal que no se presenten, ni pobreza extrema, ni exclusiones por razones económicas o de falta
de oportunidades. Esos derechos están estrechamente vinculados con deberes que implican el respeto por los derechos de los demás y la solidaridad con las tareas colectivas de la sociedad.
Pero el acuerdo no es sólo sobre mínimos. También la sociedad precisa hoy de consensos acerca de cuál es el nivel de acumulación de riquezas en manos de unas pocas personas, que es moralmente aceptable y económicamente sostenible sin perjudicar al conjunto de la sociedad.

En este terreno es necesaria una revalorización de lo público, lo privado y lo social. Lo público como espacio espiritual y material de derechos y deberes para el ejercicio responsable de nuestra ciudadanía y campo de las normas y comportamientos que nos permiten vivir en la sociedad que queremos. Lo privado como lugar del respeto por lo íntimo, de promoción personal y familiar y de la espontaneidad de los afectos. Y lo social como la esfera de las interacciones, espacio para la creatividad y para el despliegue de la iniciativa personal y el emprendimiento, con responsabilidades claras con el entorno social y natural.

En todos los casos se hace perentorio retomar el propósito de erradicar la corrupción y rechazar las prácticas para apropiarse de lo ajeno y valorizar la actuación íntegra en todos los ámbitos de la vida. Una cultura ciudadana que entiende y valora cada una de esas esferas es una herramienta que hemos dejado de lado y necesitamos con urgencia.

Atravesamos por un período crítico que tiene como una de sus características más nocivas, la polarización de la sociedad, que se vive tanto en el ámbito público como en el privado, llegando incluso a afectar la convivencia y la cohesión de muchas de nuestras familias. Situación que es totalmente artificial, pues no es cierto que la sociedad esté dividida en dos. En realidad somos una combinación muy amplia de matices y una amalgama de diversidades que, en lugar de dividirnos, podría representar una riqueza sobre la cual construir una sociedad más próspera, equitativa e incluyente.

La polarización crea caricaturas del opositor y elabora de él una imagen monstruosa, para poder despreciarlo, faltarle al respeto o incluso odiarlo sin ningún reato de conciencia. ¡Debemos superar esto! La polarización y la alimentación del odio y el resentimiento de una parte de la sociedad contra la otra, crea un peligroso ambiente de tensión que podría escalar fácilmente a nuevas formas de confrontación violenta, y su generalización hace que terminemos sintiendo temor de todo “otro” y minando la confianza colectiva que, como hoy se sabe, es un activo imprescindible para construir futuros deseables. Nada bueno puede esperar una sociedad de su presente y su futuro cuando no es posible llegar a acuerdos mínimos de convivencia.

Nuestra invitación es a ejercitar formas de estar juntos y de debate público y privado, basadas en la pluralidad, el respeto y el gusto por la diversidad, guiadas por el convencimiento de que es posible llegar a acuerdos colectivos, que por supuesto incluyan la aceptación de la discrepancia, pero sin convertirla en motivo de ruptura o de odio. Es un camino necesario para restituir la confianza perdida o debilitada. Esta tarea necesita que valores como la compasión y la solidaridad, y que actitudes de apertura para el perdón y la reconciliación sean la nota dominante en la vida social.

Durante varias generaciones hemos vivido con la convicción de que la riqueza de nuestro medio natural es inagotable. Ese tiempo ha llegado a su fin y se hace impostergable asumir como sociedad una visión colectiva, fuertemente arraigada en cada sujeto, respetuosa de nuestro medio natural. Pensamos que es urgente superar una visión depredadora del medio ambiente para incorporar una más amigable, que entiende el medio natural como patrimonio de todas las generaciones, y una toma de conciencia sobre el cuidado por el bienestar de los futuros habitantes del planeta.

Esto le hace preguntas a costumbres muy arraigadas como las pautas de consumo, de manera que el derroche y el desperdicio de recursos se erradiquen de la vida cotidiana; la necesidad de reutilizar y reciclar en lugar de desechar fácilmente; y en especial, asimilar a nuestras preocupaciones de hoy, las consecuencias que puede tener para otros y para futuras generaciones, las acciones que emprendemos en el presente.

En este mismo sentido, también deben cuestionarse las maneras de producir bienes y servicios, de forma tal que la relación costo/beneficio sea mucho más que económica e incluya costos ambientales y sociales; los medios y formas que utilizamos para la movilidad y el transporte, especialmente en grandes ciudades; los estilos y la construcción de viviendas y edificios, entre otras cosas.

Un motivo de preocupación colectiva son nuestras identidades regionales. Todas las regiones se constituyen a través del tiempo por una convergencia de la historia recibida de los antepasados habitantes originales y colonos, el paisaje natural de una totalidad ambiental que influye en la manera de sentir y cuidar la vida, y un mundo simbólico al cual se pertenece y dentro del cual se expresa una manera de vivir la espiritualidad y la propia identidad. En Antioquia así sucedió y la nuestra, que fue una identidad regional fuerte, resultó muy útil como factor aglutinante para grandes empresas como ampliar la frontera agrícola, industrializar el país y modernizarlo.

No obstante, esas identidades se han cargado de complejidad por muchas razones, entre otras por la urbanización, la secularización y la globalización de las comunicaciones y los mercados. Hoy nuestras regiones son bien diferentes de lo que eran hasta hace pocas décadas: no son predominantemente rurales sino mayoritariamente urbanas; el mestizaje, el intercambio y la diversidad se han acrecentado.

Estos territorios requieren adoptar y proyectar imágenes acogedoras e incluyentes y precisan entenderse en diálogo e intercambio fluido y permanente con toda la nación y con todas las culturas, y no en competencia feroz contra todas ellas.

Es especialmente retador que superemos una matriz cultural que exaltó la figura del avivato, del que saca ventaja personal de cualquier oportunidad engañando o lastimando a los demás. Es verdad que no todas las personas se comportan así, pero muchos de los desbarajustes que vivimos tienen su explicación en esa matriz que se extendió por todo el tejido social y que ha sido irrespetuosa con los otros y tolerante con la ilegalidad.

Por numerosas razones, en el alma de la sociedad terminó introyectándose una mirada complaciente, justificadora y muchas veces cómplice con la utilización de la violencia para conseguir propósitos o
defender los intereses de las personas. En esto hay varios campos críticos en los cuales hemos llegado a tocar un fondo que nunca debimos permitir:

Todas estas son formas de violencia que debemos erradicar como sociedad, en primer lugar desde los individuos mismos, convenciéndose cada quien de que la agresión no es natural y que dejarla por fuera de las opciones a utilizar es lo más conveniente para todos, al mismo tiempo que aprendemos a condenar los actos violentos independiente de sus ejecutores o sus víctimas.

Esta es una invocación e invitación a toda la sociedad pero en especial a cada persona, quien en su individualidad es capaz de tomar las decisiones correctas, no dejarse arrastrar por corrientes mayoritarias o por modas pasajeras, y construir ese proyecto de vida buena ya mencionado. Cada quien tiene el deber de participar en la co-construcción de la sociedad que quiere y esto tiene como primer paso conocer el entorno, interesarse por él y sus dinámicas. ¡No hay exonerados de esta responsabilidad! Hay muchos campos para esa tarea: la familia, la comunidad, el mundo laboral o profesional, las asociaciones a las que cada quien pertenece. Aquí sin embargo interpelamos con especial urgencia por su importancia: la educación y el debate público.

Requerimos como sociedad volver a revisar las responsabilidades y roles formativos que tienen los adultos con las nuevas generaciones y el sistema educativo como tal, para reforzarlos y dotarles de todo lo necesario para que cumplan bien su misión de formar buenas personas, mejores ciudadanos y ciudadanas y sujetos morales que entiendan los retos del presente y asuman la construcción del futuro con una perspectiva mucho más armónica de lo que hicimos las generaciones adultas de hoy.

Para el grupo de personas que pertenecemos al Centro de Fe y Culturas, estas reflexiones tendrían que ser parte de nuestras preocupaciones cotidianas en todos los espacios y nuestra invitación es a volverlas tema de conversación. Nada sustituye el papel y el intercambio de ideas entre personas a través de la palabra y la argumentación. Al fin y al cabo nos hacemos humanos en la medida que nos comunicamos con palabras. Hablar intensivamente de estas cosas en todos los espacios y generar debate público sobre los retos éticos que tenemos hoy en día, es una necesidad urgente para esta sociedad, no solo para sustituir la agresión violenta, sino para reconfigurar nuestro pacto social fundamental.

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